Ricardo Piglia es escritor. Este texto pertenece a su libro “Formas breves”.
La relación entre psicoanálisis y literatura es por supuesto conflictiva y tensa. Por de pronto, los escritores han sentido siempre que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos ya conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado. Faulkner y Nabokov, por ejemplo, han observado que el psicoanalista quiere oir la voz secreta que los escritores, desde Homero, han convocado, con la rutina solitaria con la que se convoca a las musas; una música frágil y lejana que se entrevera en el lenguaje y que siempre parece tocada por la gracia. Al revés de Ulises, pero cerca de Kafka, los escritores intentan (muchas veces sin éxito) oir el canto sereno y seductor de las sirenas y poder después decir lo que han oido. En esa escucha incierta, imposible de provocar deliberadamente, en esa situación de espera tan sutil, los escritores han sentido que el psicoanálisis avanzaba como un loco furioso.
Hay otro aspecto sobre el cual los escritores han dicho algo que, me parece, puede ser útil para los psicoanalistas. Nabokov y también Manuel Puig, nuestro gran novelista argentino, insistieron en algo que a menudo los psicoanalistas no perciben o no explicitan: el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha atracción; el psicoanálisis es una de las formas más atractivas de la cultura contemporánea. En medio de la crisis generalizada de la experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal. Es atractivo entonces el psicoanálisis porque todos aspiramos a una vida intensa; en medio de nuestras vidas secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto experimentamos o hemos experimentado grandes dramas, que hemos querido sacrificar a nuestros padres en el altar del deseo y que hemos seducido a nuestros hermanos y luchado con ellos a muerte en una guerra íntima y que envidiamos la juventud y la belleza de nuestros hijos y que también nosotros (aunque nadie lo sepa) somos hijos de reyes abandonados al borde del camino de la vida. Somos lo que somos, pero también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo. De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud, genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y única.
Por eso Nabokov veía el psicoanálisis como un fenómeno de la cultura de masas; consideraba clave ese elemento de atracción, esa promesa que nos vincula con las grandes tragedias y las grandes traiciones, y veía ahí un procedimiento clásico del melodrama y de la cultura popular: el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de su experiencia cotidiana.
Y Manuel Puig decía algo que siempre me pareció muy productivo, y que sin duda fue decisivo en la construcción de su propia obra. Decía Puig que el inconsciente tiene la estructura de un folletín. Él, que escribía sus ficciones muy interesado por la estructura de las telenovelas y los grandes folletines de la cultura de masas, había podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno, que el psicoanálisis pone como centro en la construcción de la subjetividad.
En todo esto hay entonces una suerte de relación ambigua: por un lado el psicoanálisis avanza sobre una zona oscura, quel el artista preserva y prefiere olvidar; pero, por otro lado, el psicoanálisis se presenta como una especie de alternativa: hace lo mismo que el arte, genera una suerte de bovarismo, en el sentido de la experiencia de Madame Bovary, que leía aquellas novelitas rosas como si fueran el oráculo de su propia vida y el modelo de sus sentimientos. El psicoanálisis construye un relato secreto, una trama invisible y hermética, hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.
Voy a agregar dos anotaciones más: una, sobre cómo la literatura ha usado el psicoanálisis, y otra sobre el modo en que el psicoanálisis ha usado a la literatura. Para la primera cuestión, podemos desde luego olvidar experiencias un poco superficiales como la del surrealismo o la de la beat generation, que confundían escribir sin pensar con oir la voz secreta de la sirena de Kafka (que es muda); confundían , o intentaban confundir, la espera de la gracia y la paciencia del poeta, con un procedimiento mecánico de escritura automática: la musa es una dama suficientemente frágil como para esperar un tratamiento más delicado que ese escribir, dejándose llevar por una suerte de vitalismo atropellado; es un poco ingenuo por supuesto suponer que esa es la manera de conectarse con el incosciente en el trabajo.
Quien sí constituyó la relación con el psicoanálisis como clave de su obra es quizás el mayor escritor del siglo xx: James Joyce. Él fue quien mejor utilizó el psicoanálisis, porque vio en el psicoanálisis un modo de narrar; supo percibir en el psicoanálisis la posibilidad de una construcción formal, leyó en Freud una técnica narrativa y un uso del lenguaje. Es seguro que Joyce conocía Psicopatología de la vida cotidiana y La interpretación de los sueños: su presencia es muy visible en la escritura del Ulises y del Finnegans Wake. No en los temas: no se trataba para Joyce de refinar la caracterización psicológica de los personajes, como se suele creer, trivialmente, que sería el modo en que el psicoanálisis ayudaría a los novelistas, ofreciéndoles mejores instrumentos para la caracterización psicológica. No: Joyce percibió que había ahí modos de narrar y que, en la construcción de una narración, el sistema de relaciones que definen la trama no debe obedecer a una lógica lineal y que datos y escenas lejanas resuenan en la superficie del relato y se enlazan secretanente. El llamado monólogo interior es la voz más visible de un modo de narrar que recorre todo el libro: asociaciones inesperadas, juegos de palabras, condensaciones incomprensibles, evocaciones oníricas. Así Joyce utilizó el psicoanálisis como nadie y produjo en la literatura, en el modo de construir una historia, una revolución de la que es imposible volver.
Y me parece que el Finnegans Wake, que por supuesto es una de las experiencias literarias límites de este siglo, se construye en gran medida sobre la estructuración formal que se puede inferir de una lectura creativa de la obra de Freud: una lectura que no se preocupa por la temática sino por el modo en que se desarrollan ciertas formas, ciertas construcciones.
Cuando le preguntaban por su relación con Freud, Joyce contestaba así: “Joyce en alemán, es Freud”. Joyce y Freud quieren decir “alegría”; en este sentido los dos quieren decir lo mismo, y la respuesta de Joyce era, me parece, una prueba de la conciencia que él tenía de su relación ambivalente pero de respeto e interés respecto de Freud. Me parece que lo que Joyce decía era: yo estoy haciendo lo mismo que Freud. En el sentido más libre, más autónomo, más productivo.
Joyce mantuvo otra relación con el psicoanálisis, o mejor dicho con un psicoanalista, y en esa relación personal, en una anécdota, se sintetiza un elemento clave de esta tensión entre psicoanálisis y literatura. Joyce estaba muy atento a la voz de las mujeres. El escuchaba a las mujeres que tenía cerca: escuchaba a Nora, que era su mujer, una mujer extraordinaria; escuchándola, escribió muchas de las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen mucho que ver con las cartas que le había escrito Nora en distintos momentos de su vida. Digamos que Joyce estaba muy atento a la voz femenina, a la voz secreta de las mujetes a las que amaba. Sabía oir. Él, que escribió Ulises, no temía oir ahí, junto a él, el canto siniestro y seductor de las sirenas.
Mientras estaba escribiendo el Finnegans Wake era su hija, Lucía Joyce, a quien él escuchaba con mucho interés. Lucía terminó psicótica, murió internada en una clínica suiza en 1962. Joyce nunca quiso admitir que su hija estaba enferma y trataba de impulsarla a salir, a buscar en el arte un punto de fuga. Una de las cosas que hacía Lucía era escribir. Joyce la impuslaba a escribir, leía sus textos, y Lucía escribía, pero a la vez se colocaba cada vez en situaciones difíciles, hasta que por fin le recomendaron a Joyce que fuera a consultar a Jung.
Estaban viviendo en Suiza y Jung, que había escrito un texto sobre el Ulises y que por lo tanto sabía muy bien quién era Joyce, tenia ahí su clínica. Joyce fue entonces a verlo para plantearle el dilema de su hija, y le dijo a Jung: “Acá le traigo los textos que ella escribe, y lo que ella escribe es lo mismo que escribo yo”, porque él estaba escribiendo el Finnegans Wake, que es un texto totalmente psicótico, si uno lo mira desde esa perspectiva: es totalmente fragmentado, onírico, cruzado por la imposibilidad de construir con el lenguaje otra cosa que no sea la dispersión. Entonces Joyce le dijo a Jung que su hija escribía lo mismo que él, y Jung le contestó: “Pero allí donde usted nada, ella se ahoga”. Es la mejor definición que conozco de la distinción entre un artista y… otra cosa, que no voy a llamar de otro modo que así.
aporte de Mc Namara Raul